Al repasar los apuntes recogidos, a lo largo de varias décadas, con los que, en ocasiones, he tratado de ilustrar las dotes extraordinarias de mi amigo el señor Sherlock Holmes, me encuentro con que son tantos los casos que presentan características extrañas y sorprendentes que me resulta difícil elegir cuáles exponer al juicio de mis lectores y cuáles no. Hay algunos que ya consiguieron suficiente publicidad en los periódicos y hay otros que un mínimo de delicadeza –y, por supuesto, el honor propio de quien trata con caballeros- obliga a un secreto total, tal es el caso, por ejemplo, de los Crímenes de la Biblioteca Reglá, protagonizada por la Sociedad de Profesores Jubilados y de la que he jurado no dar cuenta hasta que hayan fallecido todos sus protagonistas… o, al menos, hayan perdido sus influencias. En la carpeta correspondiente al año 87 me encuentro con una larga serie de casos de mayor o menor interés en los que mi amigo puso en juego sus extraordinarias habilidades. Entre ellos, por ejemplo, los papeles que hacen referencia a los hechos relacionados con la sustracción del Aula Virtual de la University y que, el público recordará, apareció en perfectas condiciones de uso, a los pocos días, y gracias a las dotes deductivas de mi amigo, en un servidor de una empresa de ventas por correspondencia; también me encuentro con el caso de las extraña aventura del Caso de la Igualdad de Género, donde Holmes se superó en su habilidad camaleónica en su utilización del disfraz, y finalmente, con el del envenenamiento ocurrido en Phisosophia’s CanteenM;  se recordará que en este último caso consiguió Sherlock Holmes demostrar que el muerto, el Decano del Centro, Sir Hubbert Alistair, había dado cuenta de un plato de black rice hecho con tinta Caran d’ache, a todas luces la más letal de todas las tintas, al menos de color negro. Quizás desarrolle, más adelante, los bocetos de estos y otros sucesos, pero lo cierto es que ninguno de ellos presenta características tan sorprendentes y de un final tan extraordinario como las del extraño encadenamiento de circunstancias para cuya descripción me he decidido a sentarme y ponerme a escribir. 

Esto ocurrió algo después de que mi amigo recuperase la salud después de la tensión a la que se vio sometido como consecuencia de la frenética actividad a la que estuvo entregado durante la primavera del 87. Todo el asunto de la Giurtell  Company y los proyectos no por malvados menos colosales del baronet Countri’s están aún hoy muy frescos en la memoria del público, y se hallan relacionados estrechamente con el mundo de la política autonómica y del caso denominado MTIR (“my taylor is reach”), no siendo por ello temas adecuados para la serie de historias con los que mis lectores tienen la amabilidad de explayarse. Sin embargo, ese affaire condujo, aunque de manera indirecta y caprichosa a una  situación, por lo demás extraña y compleja que si bien, no dio a mi amigo la oportunidad de demostrar la habitual eficacia y eficiencia de su mente analítica en la batalla de toda su vida contra el crimen, a mí sí me dio la oportunidad de crear a uno de los héroes más grandes que la Gran Bretaña ha dado al mundo.

 Nos encontrábamos en los últimos días de septiembre y las tormentas equinocciales se habían echado encima con una violencia excepcional. Se encontraba Holmes sentado en su sillón favorito, vestido con su batín y pasando melancólicamente el arco por las cuerdas de su violín. Si exceptuamos que, de cuando en cuando, se atiborraba de cocaína, en realidad Holmes no tenía más vicios que el consumir una pipa tras otra de un tabaco con un aroma que podía fácilmente confundirse con el olor a putrefacción o  imitar con su violín la agonía de una familia (numerosa) de gatos, y si caía en esos vicios no era sino como remedio a la monotonía de su existencia cuando escaseaban los asuntos sometidos a su condición detectivesca o los periódicos eran incapaces de suscitar su interés.

 Hubo un momento en el que el ulular del viento y de la tempestad del exterior pareció fundirse con la música (¿he escrito música?) del violín de Holmes hasta darme la impresión que Baker Street se había convertido en una inmensa pizarra escolar arañada por las sucias e irregulares uñas de un gigante.

– ¡Hola! –dijo Holmes alzando la vista y disponiéndose a guardar el violín- veo que ha comenzado a escribir unos de sus chocantes relatos, Watson.

–   ¿Chocantes?…

–    Por supuesto, querido amigo… no dejan de ser unos esbozos chocantes y primarios de episodios para cuya resolución sólo fue necesaria la aplicación de una lógica deductiva al alcance de cualquiera que haya entrenado su cerebro para identificar lo obvio – dijo en una especie de cloqueo que pretendía ser una risa.

 En esos momentos y escuchando a Holmes, mi buen amigo y compañero, mi mayor placer hubiera sido el introducirle, sin prisas pero sin pausas, la plumilla por un ojo y quizás atravesar su cerebro y comprobar si también estaba entrenado para funcionar con una pluma en su interior… aunque también es cierto que, en ocasiones, me sorprendía a mí mismo imaginando cómo le rompía  el violín en los morros y, de paso, con un poco de habilidad, le hacía  tragar su magnífica pipa de espuma.

 –    Holmes, sólo trato de dar a conocer algunos de sus casos que, como sabe, tanto éxito tienen en el Strand.

–    ¡Ah!, querido amigo… de eso precisamente quería hablarle… del canon que me corresponde como protagonista de las historias que usted luego transcribe bajo un formato…  si no chocante, coincidirá conmigo que populachero.

–    ¿Canon?… – esta situación era alucinante, toda la tarde con el maldito violín y en el momento que se me ocurre ponerme a escribir, el grandísimo plasta de Holmes me viene con una cháchara absurda sobre un canon que supuestamente le corresponde.

–   Por supuesto, Watson… y al hablar de canon no me refiero en absoluto a la composición de contrapunto en que sucesivamente van entrando las voces, repitiendo o imitando cada una el canto de la que le antecede. Me refiero a la prestación pecuniaria por explotar mis derechos de héroe… ¿acaso no conoce el caso de Little Ramón contra la piratería de sus melodías en los music-halls? –en este punto mi querido y gilipollas amigo se detuvo a encender de nuevo su pipa maloliente, sin darme tiempo a reaccionar, pues cuando me disponía a hacerlo me envió una bocanada de humo que además de dejarme medio ciego daba ganas de vomitar- pues siguiendo su ejemplo, algunos colegas nos hemos unido en la Sociedad General de Detectives Deductivos y a propuesta del amigo Moinseur Poirot…

–   ¡Pero Holmes… si usted odia a los franceses…!

–    Y continúo odiándolos… pero Poirot es belga y coincidirá conmigo en que eso cambia las cosas… en todo caso, le decía que a propuesta de Hércules…

–      ¿Hércules?… -¿qué diablos tenía que ver la mitología griega en esta historia?

–     Hércules Poirot, por supuesto… -en pocas ocasiones había visto a Holmes referirse a alguien que no fuera un rufián por su nombre de pila… sin ir más lejos, a mí jamás me había llamado James. No puedo por menos que confesar que sentí una punzada de celos de aquel advenedizo que había conseguido suscitar  la amistad de mi compañero de piso y de aventuras… sería belga, pero hablaba como un franchute… en todo caso ¿cuál es la diferencia entre un francés y un belga?

–    A propuesta de Hércules Poirot, los componentes de la Sociedad General de Detectives Deductivos hemos decidido gravar con un canon las ganancias derivadas de la transcripción, sea cual sea su formato, de nuestras aventuras –Holmes, en este punto y esperando mi reacción, compuso una de sus amplias sonrisas de suficiencia.

 Quizás en aquel momento y ante aquella sonrisa puede darme cuenta que mi amigo el señor Sherlock Holmes era un mierda como la copa de un pino. Años y años aguantando su suficiencia, su pedantería y sus aires de superioridad… años y años aguantando su maldito violín, su miserable pipa, sus execrables experimentos… y lo peor de todo… años y años con el corazón en un puño mientras la señora Hudson y yo le ocultábamos nuestra relación tormentosa, aprovechando los escasos momentos en los que salía del apartamento. En ese momento tomé una decisión: se acabó Sherlock Holmes… más claro y preciso si cabe: a tomar por culo Sherlock Holmes.

 –    Lo siento, amigo –le contesté a Holmes, que continuaba sonriendo- pero lo cierto es que no pensaba escribir ninguna de sus… ¿cómo las ha definido?… chocantes, eso es, chocantes aventuras.

–    ¡Hola, Watson! –dijo Holmes- ¿pretende engañarme?… usted se ha sentado a la mesa después de trastear entre viejos apuntes de antiguos casos… ha afilado el plumín de su pluma predilecta y ha alcanzado un bloque de folios en blanco de los de grano grueso… ¿conclusión? Se dispone a comenzar con uno de esos casos en los que yo mismo he de enfrentarme a la maldad del doctor Moriarty a través de la ciencia de la observación y la deducción.

–     ¡Pues NO!, Holmes… se ha «colao»… –seguramente era la primera ocasión en la que veía a Holmes con su sonrisa convertida en un rictus de sorpresa

–    ¿Cómo que me he colado?… ¿qué insinúa, Watson?

–    Es cierto que me dispongo a escribir una aventura para el Strand… pero no es sobre usted, querido amigo, y  puede decirle a Hércules Poirot y a su Sociedad General de Detectives Deductivos que no pienso pagar ni un penique, ya que el héroe de mi historia no pertenece, ni pertenecerá jamás, a esa sociedad de mamomes estirados y de solteronas metomentodo con zapatones -sinceramente, no creo que si le hubiera estampado el violín contra los morros hubiera conseguido una expresión se sorpresa mayor de la que en aquel momento evidenciaba mi querido amigo y compañero.

–     ¿Y quién es él? –logró balbucear.

Se me ocurrió en ese momento… y además, su nombre de pila sería igual que el mío.

–   Su nombre es Bond… James Bond.



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